miércoles, 12 de agosto de 2009

El fabuloso mendrugo.


Me desperté a una hora desconocida y me sentí extraña con todo lo que me rodeaba.
Estaba tirada en el camino que iba hacia mi casa, todavía conservaba la ropa puesta así que supuse que nadie había abusado de mí durante mi ausencia.

Me apetecía enjuagarme la boca con cualquier cosa, pero no había nada líquido a mi alcance.
Encontré un mendrugo de pan en el bolsillo de mi chaqueta, no recuerdo que hacía allí ese maná, pero me lo metí en la boca, por inercia, y lo mastiqué un par de veces antes de engullirlo, inmediatamente me di cuenta de que lo había tragado por mal sitio.
-¡Mierda!- me dije.
Resignada me senté a esperar una muerte inminente por atragantamiento.
Sentía como el cacho de pan bajaba por mi garganta, era como estar en el patíbulo esperando que le den una patada al banco, mientras una soga rodea tu pescuezo, talmente.
Tenía la boca seca, en parte por el miedo a morir, pero en general se debía a la resaca que traía, que era atroz.
El mendrugo iba lento y al llegar a cierto punto intermedio del pecho se estancó en su bajada y se quedó allí. Yo no tenía mucha saliva en la boca, pero aunque la tuviera, no creo que fuese capaz de tragarla en aquel momento crítico.

Estaba segura de que si lo ayudaba a bajar, aquel trozo de pan, llegaría al punto de asfixia que me temía y me moriría allí mismo de la forma más absurda que podía recordar. Me vino a la cabeza la historia de aquel individuo que había muerto aplastado por una roca mientras se tiraba a una gallina, una muerte espectacular por otra parte.
No le envidiaba mucho.

Así me quedé por espacio de varias horas.
Temía por mi vida de manera obsesiva.


Entonces empecé a levantarme, muy despacio, para no desequilibrar al mendrugo y perecer por ello.
Me puse de pie, era una victoria para alguien como yo y me sentí muy orgullosa de mí misma.
Ahora que estaba erguida y era audaz, me dije que había que ponerse en marcha, y así, iluminada por el sol del atardecer y con el talante de una emperatriz, empecé a andar como si no hubiese gravedad, como si estuviera en la luna.
Levanté muy despacio el pie y todo mi cuerpo se puso en marcha, el mendrugo no se movió, lo tenía controlado, era un semidiós ya por aquel entonces.
Una sensación de omnipotencia me recorrió la médula espinal, yo pensaba que levitaba, que si realmente no volaba en aquel momento, era porque podría hacerlo en cualquier otro.
Así andaba yo, empedernida.
Me marché llena de pensamientos y con una sed descomunal, el miedo a beber y saciarla también era grande, por temor al pequeño cacho de pan y a sus consecuencias, sin embargo, algo me dijo que aquel mendrugo también necesitaba un trago.

El sol se estaba ya ocultando.
En todo el camino de vuelta hacia el puerto no dejé de escuchar el canto de pequeños grillos, eso me hizo feliz a pesar de la certidumbre de mi muerte, que llevaba clavada en el pecho.
No dejé que aquello me preocupara lo más mínimo, todo lo contrario, eso hacía que la brisa que acariciaba mi cara, me inundase como si me protegiera de todo lo malo que yo conocía.


Y así, divagando, llegué al puerto, con una pinta de perro arrastrado que no me hacía parecer muy atractiva, pero que se solucionaría en cuanto empezara a oscurecer y no se distinguiesen bien los rasgos de la gente.
Me lavé la cara en una fuente y me sentí como nueva, como de estreno, muy brillante y con ganas de triunfar. Yo y mi mendrugo, el mundo a mis pies, nada en el bolsillo y un nudo en la garganta.

Yo era una chica alegre y decidida y quería un trago, por el mendrugo, que me había enseñado tanto en las últimas horas.


(To be continued.)


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