miércoles, 30 de septiembre de 2009
Timba
Non che hai nadiña coma unha boa timba.
O remexer das cartas que se che pegan nos dedos,
pois pasáronas pola pedra todos os do Teleclú,
as caras de interesantes,
coma se estiveran en xogo as casas da Coruña
ou a túa propia muller,
cortar,
repartir,
anunciar,
Ó Truco, á Subasta, ó tute...
tanto ten,
¡Partidas fuertes!
todas elas.
Inda me salta o corazón cando voto unha redonda,
¿E se chejo á última carta, e non sae?
É igual
¡Cun par!
Teño perdido unha enchenta de caixas de cerveza
e ganado unha merenda.
E facer 130 sen cantar.
Gustaríame pasar mais tempo dándolle ós naipes
e menos traballando,
porque saco mais das cartas ca do choio.
¡Comer e merendar rapaces, Trabajo no quiero!
Eu, o meu botellín,
e o Chilo dándolle a volta o tapete pra desconxuralo.
Unha tarde de timba
¡e que chova!
jueves, 24 de septiembre de 2009
Polo monte
viernes, 18 de septiembre de 2009
Miña abuela
miércoles, 9 de septiembre de 2009
La caza de grillos
Comenzó a llover copiosamente y nos dio por infravalorarnos entre nosotros, pues ya teníamos la confianza suficiente.
La lluvia era cada vez más intensa y abundante, y al rato nos hallamos flotando en un mar de dudas.
El instinto nos empujó a nadar como auténticas barracudas, buscando nuestro carromato.
Lo topamos a la deriva e intentamos subirnos en él.
Pele fue el primero en conseguirlo, yo tuve que ayudar a Pequeñín, que temblaba como un polluelo, El Mesías, por supuesto, caminó sobre las aguas.
Perdimos nuestros ropajes, debido a la fuerza de la corriente y también, porque teníamos mucho vicio.
Así fue cómo nos embarcamos los cuatro de nuevo, sin saber a dónde iríamos y sin probar gota.
Imploramos a Pele que convirtiera el agua en vino, pero se vio incapacitado y sólo consiguió materializar un botellín y unos cuantos picatostes.
Aburrida como estaba de pelearme por cada sorbo de cerveza, me acurruqué al fondo del carromato y saqué el pesado diario de mi mochila.
Me di cuenta de que tenía más páginas que al principio.
No sé si me asusté o me admiré de aquello, pero llegué a la conclusión de que, probablemente, se trataba de uno de los milagros de Pele.
Intenté leer los pasajes nuevos, pero quizá el opio aún diese vueltas por mi cerebro, porque me quedé dormida en la tercera sílaba.
Desperté en mitad de una noche brumosa y lenta.
Nadie guiaba el carromato, pues estaban todos dormidos, así que cogí las riendas, sin saber hacia dónde dirigirme.
Resultó que el hecho de no ver nada en absoluto, en lugar de asustarme, me aliviaba ya que en mi imaginación, aquel mar sería como yo quisiera.
No sé porqué, pero esperaba escuchar grillos a mí alrededor, y me importunó que no fuera así, ya que su sonido le habría quedado pintiparado, en aquel momento, al conjunto del paisaje.
En lugar de eso me rodeaba un falso silencio.
No es que todo estuviera en calma, sino que yo no oía nada.
Esto me sobresaltó de tal forma, que me propuse abastecer el carromato de grillos en cuanto tuviese oportunidad y comencé a canturrear una estrofa de una canción infantil, que me había enseñado una vieja putilla de los muelles.
Decía más o menos así:
“Mamá, Mamá, y a mí me gusta el magreo,
Que cuando me besa mi novio
Yo siento muchos deseos,
Y a mí me sudan los pechos
Y también las pantorrillas,
Y me dice el sinvergüenza:
Aprovéchate los días.”
Encontré a Pequeñín, bailando al compás de aquellas palabras, como lo habría hecho una bailarina en celo y a partir de aquel día, tendría que cantársela cada noche, pues cogería aquello como una costumbre particular, a imagen y semejanza de unas sopas de leche para un viejo galicoso.
La lluvia era cada vez más intensa y abundante, y al rato nos hallamos flotando en un mar de dudas.
El instinto nos empujó a nadar como auténticas barracudas, buscando nuestro carromato.
Lo topamos a la deriva e intentamos subirnos en él.
Pele fue el primero en conseguirlo, yo tuve que ayudar a Pequeñín, que temblaba como un polluelo, El Mesías, por supuesto, caminó sobre las aguas.
Perdimos nuestros ropajes, debido a la fuerza de la corriente y también, porque teníamos mucho vicio.
Así fue cómo nos embarcamos los cuatro de nuevo, sin saber a dónde iríamos y sin probar gota.
Imploramos a Pele que convirtiera el agua en vino, pero se vio incapacitado y sólo consiguió materializar un botellín y unos cuantos picatostes.
Aburrida como estaba de pelearme por cada sorbo de cerveza, me acurruqué al fondo del carromato y saqué el pesado diario de mi mochila.
Me di cuenta de que tenía más páginas que al principio.
No sé si me asusté o me admiré de aquello, pero llegué a la conclusión de que, probablemente, se trataba de uno de los milagros de Pele.
Intenté leer los pasajes nuevos, pero quizá el opio aún diese vueltas por mi cerebro, porque me quedé dormida en la tercera sílaba.
Desperté en mitad de una noche brumosa y lenta.
Nadie guiaba el carromato, pues estaban todos dormidos, así que cogí las riendas, sin saber hacia dónde dirigirme.
Resultó que el hecho de no ver nada en absoluto, en lugar de asustarme, me aliviaba ya que en mi imaginación, aquel mar sería como yo quisiera.
No sé porqué, pero esperaba escuchar grillos a mí alrededor, y me importunó que no fuera así, ya que su sonido le habría quedado pintiparado, en aquel momento, al conjunto del paisaje.
En lugar de eso me rodeaba un falso silencio.
No es que todo estuviera en calma, sino que yo no oía nada.
Esto me sobresaltó de tal forma, que me propuse abastecer el carromato de grillos en cuanto tuviese oportunidad y comencé a canturrear una estrofa de una canción infantil, que me había enseñado una vieja putilla de los muelles.
Decía más o menos así:
“Mamá, Mamá, y a mí me gusta el magreo,
Que cuando me besa mi novio
Yo siento muchos deseos,
Y a mí me sudan los pechos
Y también las pantorrillas,
Y me dice el sinvergüenza:
Aprovéchate los días.”
Encontré a Pequeñín, bailando al compás de aquellas palabras, como lo habría hecho una bailarina en celo y a partir de aquel día, tendría que cantársela cada noche, pues cogería aquello como una costumbre particular, a imagen y semejanza de unas sopas de leche para un viejo galicoso.
martes, 8 de septiembre de 2009
Septiembre
Lo que más miedo me da de la muerte, no es que luego no haya nada más, por un lado eso me tranquiliza, lo que me acojona realmente son esos personajes que quieren averiguar cosas de ti.
Espero que nadie encuentre mi cadáver, porque no soporto pensar que puedan venir con sus bisturís a abrirme y a revolver mis cosas.
Espero que nadie encuentre mi cadáver, porque no soporto pensar que puedan venir con sus bisturís a abrirme y a revolver mis cosas.
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