miércoles, 17 de febrero de 2010

Cuatro miserias


Cuando desperté, volviendo a ser persona de nuevo, visioné lo que parecía ser un desfile de gigantes.
Pele estaba a mi lado fumando un pitillo imaginario.
Había dejado el carromato pendiendo de un hilo, sobre el vacío de un precipicio.

Me quedé sin palabras.
Intenté disimular masturbándome con fruición, pero estaba empezando a sospechar que, debido a esta personalidad onanista, los cartílagos de mis caderas estaban sufriendo un desgaste descomunal para mi edad, pues yo era una muchachuela.
El carromato bailaba conmigo.
Por desgracia, tuve que parar repentinamente ya que con aquella “artistada”, estaba poniendo nuestras vidas en peligro de precipitarnos por el barranco.

-¿Serán esos gigantes, Pele?
-¿Los que nos siguen, quieres decir?
-Sí.
-No lo creo, no serían muy discretos.

Y a decir verdad, no lo eran.
Cruzaban las montañas como si de una llanura se tratara, el agua de los lagos apenas eran charcos a sus pies, hasta las nubes se hacían a un lado.
Se levantaban sirocos a su paso cada vez que respiraban y, en conjunto, aquello era una orgía de acontecimientos.
Sin embargo, Pele se mantenía impertérrito ante aquel despliegue y fue sólo cuando vio lo que sigue, que se desató en él la ilusión de un infante, ¡pues he aquí que aquellos colosos, en lugar de cantimploras, llevaban colgando enormes bocoyes de vino!

“¡Milagro!”

Vociferaba Pele al ver tales prodigios.

-Esperaremos a que estén dormidos.-me insufló en un oído.

Enderezamos el carromato y decidimos seguir a los gigantes.
Era bastante imposible perderlos de vista, por otra parte.

-Ahí debe de haber unos cuantos cabazos.-Cubicó.
-¡Una Bicoca!

En estos pensamientos matemáticos andábamos entretenidos Pele y yo, cuando vimos dos figuras furtivas arrimadas a un matorral.

Una vestía toquilla y la otra sandalias.

Pequeñín y El Mesías husmeaban el aire cogidos de ganchete.
Tenían buen aspecto.
Nos saludamos varias veces.
También ellos andaban de cacería y decidimos unir nuestras flaquezas para hacernos con el botín.
Felicitándonos por esta idea, y sellando nuestra palabra, dimos cuenta de lo que quedaba del garrafón del buhonero, así como de buena parte de una botella de coñac que traía El Mesías disimulada entre sus quijadas.
Pele efectúo un mini-milagro y nos proporcionó una media merienda.
¡Todo era algarabío a nuestro alrededor!

La procesión de gigantes avanzaba despacio.
Sus enormes cuerpos se interponían entre nosotros y el sol, por lo que pasamos a oscuras buena parte de la tarde.
En el bolsillo de Pele ardía una yesca.

El Mesías sacó su baraja y yo me di cuenta de que mi chal peligraba.

No nos dio tiempo de ponernos místicos ya que nos sacudió un terremoto particularmente.

-Los niños se están acostando.-balbuceó El Mesías refiriéndose a aquellos fenómenos.

Los cuatro nos pusimos alerta y saltamos dentro del carromato como fuegos.
Nos dirigimos raudos, veloces y acleopatrados hacia dónde venía el ruido.

Para llevar a cabo mi hazaña, me atavié con la pelliza de una loba.
Pequeñín y El Mesías, degollaron sendas cabras y Pele se cubrió con la piel de un caribú.

-Así no nos olerán.

“¡Que espectáculo!”

No había tierra suficiente debajo de aquellas moles.
Hubo que estirar el mundo por los lados.
Prácticamente, ocupaban todo lo que nuestros ojos podían ver.
Tomaron por mullida hierba un gran bosque de secuoyas, pues eran, en verdad, eminentes.
Observamos, obscenamente, cómo algunos se daban a la bebida con ansia, siendo sus gargantas prodigiosas bombas de achique.

Esto nos puso muy nerviosos.

Para calmarnos, que no distraernos, dimos buena cuenta de la botella de coñac y Pele materializó una petaca de sake y unos manises.
Yo bailé la danza del vientre y El Mesías y Pequeñín interpretaron un minué para tres cuerdas.

Nos quedamos sin licor.
Empezamos a pensar que peligraba nuestra misión.
Nos abofeteamos por turnos, porque estábamos histéricos.
Llevábamos varias rondas, cuando nos sobrecogió un silencio abrumador, que duró un instante, enseguida escuchamos un soniquete como de jadeos silbantes.

Nos precipitamos al suelo por la onda expansiva de aquellos ronquidos de ultratumba.
Tuvimos que amarrarnos con sendas cuerdas para poder maniobrar nuestros miembros.
Así, a lo loco, llegamos lo más cerca que nos fue posible de los gigantes y yo conseguí aferrarme a un bocoy, como un náufrago a una tabla.
Pele me ofrendó su navaja y empecé a cortar las cuerdas que aprisionaban aquel tonel.

Tan pronto como se liberó de su yugo, nos abalanzamos en tropel y rodamos, atolondradamente, con el barril, hasta toparnos de vuelta en nuestro carromato.

Ni que decir tiene que nos dimos al vino como locos y al mismo tiempo, con bastante clase.
Decidimos sacrificar varias cabras y libar de sus cuernos fluidamente.
Acto seguido, intercambiamos presentes.

Pequeñín, El Mesías, Pele, el bocoy y yo emprendimos borrachos nuestro camino.
Conducía el bocoy.
Les leí una estrofa del hijo pródigo y preparé galletas para todos.
En un momento dado, tuve que imponer sobre Pequeñín, una severa reprimenda, ya que se estaba probando a escondidas mis ropajes de putilla.

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